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Sobre mí
Buenos Aires, 1975.
Mis primeros pasos fueron académicos y occidentales pero la mayor parte de mi formación y el espíritu de mi trabajo se vincula con el Zen y las artes orientales.
Comencé mis incursiones en la plástica a edad temprana con maestras particulares y realicé el profesorado de dibujo y pintura con Ana María Petrolo. Tras recibirme después de ocho años, busqué un formato por fuera de lo académico y así llegué a Miguel Piraíno -discípulo de Demetrio Urruchúa- quien heredó de su maestro una metodología de enseñanza alejada de las ortodoxias. Miguel me hizo crecer en el dibujo y en la pintura y me adentró en el cine-arte, la música y la poesía.
En ese entonces me inicié en el budismo en el templo del barrio de Belgrano, en Buenos Aires: en nuestros encuentros semanales, Br. Anthony nos abría las enseñanzas del Dhammapada y otros textos sagrados; realizábamos prácticas y así la meditación se fue haciendo parte de mi cotidiano.
Mientras tanto estudiaba la Licenciatura en Teoría e Historia del Arte en la Universidad de Buenos Aires (en dónde descubrí el poder de las culturas precolombinas y el arte de los orígenes) y participaba como oyente en las clases de Arte Oriental de la carrera de Estudios Orientales de El Salvador que dictaba Luisa Rosell. Así fui conociendo no sólo otros conceptos estéticos formales sino también diferentes esencias motoras ligadas a lo sacro -los por qué y para qué de la expresión artística, de carácter anónimo o colectivo. Y llevada por algunos colegas a recorrer los paisajes de estas nuevas tierras, se expandió mi universo musical: shakuhachis, bansuris, didjeredoos, tambores e instrumentos tradicionales y contemporáneos con ritmos y estructuras nuevas para mi, comenzaron a darle otro marco intangible a las imágenes de mi mundo.
Mi búsqueda persistente en la manera de hacer las cosas – el cómo- y el vínculo que siempre sentí entre el hacer artístico y el desarrollo espiritual me llevó a mi Sensei Ho Getsu, quien me formó durante ocho años en Sumie (pintura japonesa) mostrándome el camino para Zenga (pintura zen). También me inició en el Sho do (caligrafía japonesa), el arte del Bonsai y en los principios de la digitopuntura. Tras su muerte, habiendo quedado sin referente pictórico directo de su calibre, busqué interiorizarme en otras artes Zen: practiqué Ikebana en la escuela Ikenobo con Felisa Sakata y cerámica Raku con Ana Dubilet. También incursioné en oficios como carpintería en el taller Artetra y herrería con Claudio Echevarría. Y continué afinando mi técnica en cerámica en el taller de Carlos Barrientos (Uruguay).
Así como el hacer -la expresión artística- es parte de mi desde que tengo memoria, “la botánica” también fue una constante en mi vida.
El amor por las plantas, el registro de lo pequeño, fue inculcado en mi hogar por mi madre. En la casa de mi abuela, con mi familia paterna las plantas eran tema de conversación. Con Jorge, el padre de una de mis grandes amigas, compartimos tardes de charlas, podas e intercambios de gajos (tanto es así que me “apodó” Verde). Ya al pisar mis treintas estudié Jardinería General en el Círculo de Agrónomos de BA. Realicé talleres de Plantas Nativas en la Asociación Rivera Norte y otros talleres de temáticas puntuales -orquídeas, herbáceas, hongos, etc -en diferentes escuelas de Argentina y Uruguay. Mi amiga Hideyo me enseñó el arte del Kokedama. Lentamente me fui adentrando en lo curativo e hice la Formación en Plantas Medicinales Patagónicas y el Curso de elixires florales de plantas sagradas y mitología con Eloísa Castellanos, de quien sigo aprendiendo activamente en sus clases magistrales y cursos en la escuela Santa Hildegardis. Con su guía fui descubriendo el poder sutil y profundo del mundo vegetal y mineral y la posibilidad que nos brinda de autoconocimiento y sanación a través de las cualidades y vibración energética de las esencias. Y así continué nutriendo mi mirada con el sistema de flores Bach a través de sus programas internacionales de educación en terapia floral.
Desde muy pequeña participé en exposiciones individuales y colectivas en Argentina, en galerías privadas (Núcleo de Arte, Galería de arte Tokio, entre otras), espacios culturales (Jardín Japonés, Museo José Hernández, Café Tortoni, Plaza Defensa hábitat cultural, La Dama de Bollini, etc) y en Mérida, Venezuela, en la Galería La otra Banda. En diversas oportunidades conté con el auspicio de Presidencia de la Nación Argentina, de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad y de la Embajada de Venezuela en Argentina.
En cuanto a mi actividad docente, di clases de pintura Zen en la Escuela de Arte y Diseño de la Universidad de los Andes, Venezuela. Y en Argentina, hasta antes de tener a mi primer hijo di clases de dibujo y pintura de modo particular y charlas teóricas en ambientes corporativos.
Trabajé en gestión cultural de manera independiente durante 16 años como fundadora y directora de Puntos- luego LBA art tours, y junto a un equipo de guías que armé, abrimos las puertas de galerías, museos y talleres– de jóvenes talentos y artistas consagrados- a extranjeros interesados en el arte argentino, el contacto humano y la experiencia genuina.
Entre otros intereses en 2017 comencé a estudiar Bansuri -flauta traversa de bambú hindú- y en los últimos años me volqué a la música antigua (medieval y renacentista) de la mano de Rubén Soifer. En este tiempo estoy comenzando mi vinculo con el Shakuhachi y la práctica espiritual que propone.
Siento profunda gratitud por cada uno de mis maestros, quienes con generosidad me mostraron y enseñaron a ver diferentes paisajes de mi camino. En el tramo que estoy recorriendo, fue determinante el encuentro espiritual con el maestro Zen Thich Nhat Hanh. A través de sus libros, charlas, cursos y la comunidad maravillosa que creó recibo conocimiento que me ayuda a sostener mi ser en el mundo sabiendo con certeza que la construcción de otra realidad es posible.
Tánto así como la maestría técnica, una parte vital de la práctica es la visibilización de la impermanencia y el ejercicio del desapego. Pero por sobre todo, la consciencia de que la obra es uno. En Zenga, los papeles de las prácticas se desechan al terminar la sesión o se realizan sólo con agua, sin tinta; en la caligrafía la práctica incluso se realiza en arena.
Lo aprendido debe estar en uno.
Como me decía mi Sensei: ¨Todo esto debe servir para ser mejor persona, mejor ser humano. Sino, para qué…”.
Aprender a ver, a dar, refinarse, volverse sutil para resonar con los otros, con lo otro y vivir con consciencia de océano en contacto con la talidad...
S.F.
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